martes, 15 de marzo de 2011

De mi colección: El sordo no oye...

Hoy quiero compartir un cuento que escribió hace tiempo uno de mis tíos. Él es psicólogo y una persona muy observadora, lector asiduo y referente en la familia de persona que rompe las convenciones sociales. Particularmente me gustan sus escritos siempre cargados de un lenguaje bien adaptado al contexto, que en general indaga en sus experiencias de vida que han ido desde la pobreza extrema, su eterna fijación por los perros hasta sus escritos cargados de erotiscismo y, como él mismo dice, cursilería. Hoy les presento su cuento titulado precisamente: 

El sordo no oye… 

“El sordo no oye pero bien que compone”, así dice el refrán y los refranes encierran cierta verdad. Lo vi en mi abuela, mi sorda abuela que cambió el sentido de una expresión de alivio por un aullido.

Fuimos a la boda de mi prima Lupe que se casó con Enrique, un joven de Querétaro, la ciudad de donde somos. Ella vive en un rancho con nuestra abuela paterna. A mi papá no le gustan las fiestas y nos sorprendió su decisión de ir a la boda. 

Allá, el transporte urbano llega a las once de la mañana y a las seis de la tarde regresa de su recorrido por las rancherías, para enfilarse nuevamente a la ciudad, así que hay que estar puntual o se corre el riesgo de quedarse un día más en el lugar. Y así nos pasó, por estar mis tres hermanos y yo embebidos en la boda, mientras papá y mamá ayudaban a servir a los comensales. 

Llegó mucha gente. Bajaban de las rancherías circunvecinas en grupos. Unos venían a pie, otros en burro, otros más a caballo. En general, era una afluencia constante. Se levantaban unos de la mesa para sentarse otros de inmediato en desfile interminable. Cuando nos dimos cuenta, nos avisaron que el camión ya había pasado. 

Mi abuela feliz ofreció a mi padre un jacal para quedarnos a dormir esa noche. Mi papá, renuente, sólo chistó con desgano. Sin embargo la abuela nos mostró de inmediato el aposento. Era un lugar espacioso con cinco petates tendidos, que se veía, habían preparado para estos menesteres. Así que disfrutamos de la música que si bien no era muy nítida por la ruidosa planta de luz, si era lo suficientemente regocijante para los asistentes, pues apenas empezó a sonar la primera canción, como por arte de magia desaparecieron del patio mesas y sillas para convertirlo en una amplia pista de baile. 

Las interpretaciones del Acapulco Tropical, Rigo Tovar, Xavier Pasos, entre otras, levantaban los ánimos de la concurrencia que bailaba con furor, quizá porque pocas veces llegaba hasta aquel lugar un grupo musical, quizá nosotros no estábamos acostumbrados a ir a fiestas y ver ese entusiasmo en la gente. 

Las cubetas, parte de la alegría, se vaciaban llenando jarros de refresco y alcohol. Hubo un momento en donde ya no importaba bailar con alguien del sexo opuesto, lo importante era bailar. A mí me jaló un hombre que estaba más que bebido pero mi papá vino en mi ayuda para alejar al necio borracho. Inmediatamente después del incidente, mi padre dijo con voz autoritaria: - ¡Órale muchacho, a dormir! Y mis hermanos sólo me siguieron hasta el jacal, para tumbarnos de inmediato en los petates, sin dejar de escuchar el bullicio de la fiesta. 

Como a los veinte minutos de habernos acostado, escuchamos cómo mi abuela le decía a papá que dormiría con nosotros porque su cama ya estaba ocupada por otros visitantes. También le comentó con aflicción, que el cuarto para los novios ya lo habían invadido los padres de Enrique, y que el mismo novio lo autorizó, porque su papá estaba muy borracho. Después de un breve tiempo, mamá, papá y abuela entraron al jacal. Mi madre nos cobijó cariñosa y se dispusieron a descansar, mientras nosotros atentos a los acontecimientos, silenciosos, fingíamos dormir queriendo saber más de la fiesta. 

La música paró. La algarabía empezó a extinguirse y cuando menos lo esperábamos, vimos la sombra del novio cargando en brazos a mi prima. La depositó en uno de los petates que estaba a tres metros de nosotros y empezaron unas sonrisas ahogadas de Lupe, que incitaban aún más al novio. 

Escuchamos con claridad el cuchicheo de Enrique que decía: ándale, ya se durmieron. Y Lupe en su negativa, rápido se envolvió entre las cobijas, formando un blindaje entre ella y el novio. Sus risas ahogadas avivaban aún más la pasión desenfrenada de Enrique. 

A pesar de la oscuridad, veíamos el movimiento de las manos necias del hombre pretendiendo desnudar a nuestra prima que sólo musitaba: 

-¡Pératee, Anrique, pérate por favor!, ¡Pératee, aquí están mis tíos! 

Mi abuela, a pesar de su sordera, entreveía el jadeo ardoroso del juego, e inquieta trató de sentarse con intención de calmar el ímpetu del novio, pero no se atrevió, dejándose caer nuevamente en el petate, rogándole a Dios que estuviéramos dormidos. 

Mis hermanos y yo nos mordíamos los labios para no soltar la carcajada, al ver la loca necesidad de la pareja, porque aquel “pérate Anrique” que decía mi prima era en realidad un "sigue ahí arriba de mí, pero no me quites la ropa". Lo decían sus manos que en ciertos momentos abrazaran con fuerza al novio, como queriendo fundirse en un solo cuerpo, y quizá su temor virginal, quizá el pudor de mostrar su intimidad o el sentirnos tan cerca producían su restricción.


Enrique, inundado por un torbellino de deseo, arrancó la cobija en la que se envolvía la novia, ahora le faltaba el vestido y demás prendas. Siguiendo la ruta del placer y aprovechando que a dos manos la novia protegía sus piernas con su blanco vestido, Enrique destapó el escote y supo de la redondez del fruto. Apenas posó su boca, saboreó de los delirios del amor.Él era un oso enjaulado y hambriento que detrás de los barrotes lograba apenas  introducir la lengua babeante a un panal basto de miel. Salivando, alcanzaba a saber de lo dulce del manjar sin poderlo morder.

Así  Anrique, como le decía Lupe, con las austeras y reprimidas caricias tocó el cielo, y tomando las nubes entre sus manos, las exprimió generando la lluvia de su amor y aún antes de que terminara su diluvio y sabiendo del color del arcoiris, saltó del petate queriendo pisar firme en el paraíso, alcanzó la puerta de jacal, dio dos pasos más y sacó de su pecho un  profundo y satisfactorio entre  grito y suspiro de alivio:

-¡Uuuffff, Aaahhhh!

Entonces, mi sorda abuela, justificando la exclamación del novio, sólo expresó muy quedo:

-¡Oi, tú!, ahí anda el lobo.

Al otro día, a la hora  del almuerzo,  maliciosa e irónica una de mis tías preguntó  a la prima:

-¿Cómo amaneciste?- y ella, espontánea, sólo contestó:

-Pa  Anrique no hubo imposibles, criatura.


Manuel Hernández Molina.


3 comentarios: